jueves, 25 de julio de 2013

Justicia.


    2013


Preservar la 
independencia 
de los jueces.
Por :

Jorge 
Ricardo 
Enrique



CONSEJERO, DEL CONSEJO DE LA 
MAGISTRATURA, CABA.

24/07/13.

El constitucionalismo nació como una reacción contra el poder absoluto.
 A fin de evitar el despotismo, que es el mayor peligro para la libertad de los ciudadanos, Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu, postuló en su obra más célebre, El Espíritu de las Leyes , publicada en Ginebra en 1748, que las funciones legislativa, ejecutiva y judicial deben ser atribuidas a órganos distintos.

El constitucionalismo anglosajón acuñó la expresión checks and balances (frenos y contrapesos) para ilustrar la misma idea, que tiende a la existencia de un equilibrio de poderes.

Conforme a esos principios, la Constitución distribuye las funciones de gobierno entre distintos departamentos. Dentro de ese esquema, la independencia de los jueces es la que debe preservarse con mayor celo. 
Por eso se la rodea de ciertas garantías, como el carácter vitalicio de la función y la intangibilidad de las remuneraciones.

Se protege así a los jueces para que puedan interpretar y aplicar las leyes de buena fe, sin temor a presiones.

La contrapartida de esas garantías, de las que carecen los demás poderes, es la exigencia de que los jueces se aboquen estrictamente a su deber, sin avanzar sobre las facultades de los legisladores ni del presidente. 
En especial, deben ejercer con mucha prudencia la atribución del control de constitucionalidad de las leyes. Cuando un juez declara inconstitucional una ley, está actuando contra lo que decidieron los representantes de la mayoría del pueblo. 
De ahí que la doctrina constitucional norteamericana haya señalado el carácter “contramayoritario” de esa declaración. 
Y está muy bien que los jueces lo hagan cuando hay fundados motivos, pero la gravedad de esa función exige que la inconstitucionalidad sea la “última ratio”, el último recurso.Estos lineamientos básicos acaban de ser desconocidos por un juez de la Ciudad de Buenos Aires, el doctor Roberto Gallardo.
En un pronunciamiento que no reconoce precedentes, declaró la inconstitucionalidad de un veto del Poder Ejecutivo a una ley (sobre la actuación del Estado porteño en los casos de abortos no punibles) y ordenó al Boletín Oficial publicar la ley vetada. 
El fundamento no fue ningún defecto formal del decreto de veto, sino la discrepancia del juez con los motivos que llevaron al Jefe de Gobierno a vetar la ley.
Es decir, el juez se entrometió en el procedimiento de formación y sanción de las leyes. 
En los hechos, Gallardo reformó la Constitución de un plumazo. 
Es bien conocida la propensión de este magistrado a fallar de acuerdo a sus preferencias personales, con indiferencia respecto de lo que determinen la Constitución y las leyes, pero esta vez batió sus propias marcas. 
Los porteños deberemos resolver si queremos mantenernos en la senda de Montesquieu o tolerar que un juez legisle desde la soledad de su despacho.