jueves, 1 de marzo de 2012

Jorge Ramil .


Una . . . 

negligencia 

asesina . . .




Doctora en Filosofía y ensayista . 

"que se vayan todos".


Si se puede evitar no es un accidente", declamaba la campaña pública de concientización, diseñada para la prevención vial. 
El horror podría haber sido evitado. 
Y si somos consecuentes con la advertencia oficial, entonces no fue un accidente. 
Pero si no fue un accidente, se debe buscar la causa de tanto dolor.
En ese horror inefable, y en un instantáneo reflejo condicionado autoprotector, se invocaron los factores humanos, llámense "impericia", "imprudencia", "negligencia". 

En cualquier caso, la figura legal pretendió condensar el error de quien suele ser el eslabón más débil de la cadena de responsabilidades.
Pero invocar la responsabilidad individual,

 -la que le habría cabido al conductor del tren- resultó a todas luces un acto de injusticia. 
Y más aún cuando se tuvo en cuenta un único fin: desconocer la serie de fallas estructurales de todo un sistema, diluyendo la responsabilidad empresarial ante los daños causados por una multiplicidad de factores difícilmente reductibles a un acto personal. 
Porque es sabido que la noción de responsabilidad individual se diluye en el contexto de las acciones colectivas o, en este caso, donde se juegan intereses empresariales: cumplir con los compromisos contractuales de inversión, renovar, controlar y mantener las unidades.
La historia no es reciente: se inició con la concesión de las empresas estatales al mejor postor seguida del desmantelamiento de los bienes públicos. 

Y aunque no se pueda hablar de una participación intencional en un delito, lo cierto es que personas con nombre y apellido fueron cómplices de un siniestro no querido pero previsible. 
En un escenario semejante, cuando la negligencia es el precio que se paga por la falta de inversión, no sólo se trata de una ausencia exacerbada de responsabilidad social. 
Es una negligencia asesina.
El mismo Estado que nació del compromiso de los representantes de velar por la vida y la seguridad de sus conciudadanos quitó su manto protector de quienes, por la mala suerte del destino, se encontraban en el otro extremo de la cadena, el que debía ser cobijado bajo las alas de un Estado protector.
Por ese abandono, el Carnaval fue enlutado. 

La realidad nos muestra lejos de una celebración, en una tierra arrasada por los espejismos de colores que cubre a sus muertos, 
a sabiendas de que las noticias del día siguiente los enterrarán por segunda vez, y esta vez definitivamente. 
Indiferentes a las estadísticas, y a los reproches recíprocos, el dolor sobrevive, en la intimidad de los hogares, por cada una de esas pérdidas: 
el lugar vacío de una mesa familiar. 
Una mochila arrumbada, sin dueño, entre los hierros.

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